En la vida existen personas que están predestinadas. “Pre”, porque la decisión de que sus caminos se crucen fue tomada antes de que todo empezara. Nosotros estábamos predestinados, eso lo supe pronto, pero no estamos hechos para estar juntos, eso lo sé ahora. Puede parecer contradictorio, pero no lo es. Nos cruzamos para aprender pero, sobre todo, nos cruzamos para ser felices, aunque la felicidad nos durara un suspiro. Pero fue un suspiro, el nuestro, que bien merecería toda una vida respirando de un aire viciado.
Llegaste a mi vida como una ráfaga silenciosa. No sé si reconocí tu tacto al instante, fue todo rápido y lento al mismo tiempo, y cuando quise darme cuenta, tus “buenos días” y “buenas noches” ya me habían tomado la medida. Ya no quería renunciar a vivir sin esa sensación de cálido fuego que traía consigo cada uno de tus intentos por rescatarme una sonrisa. Se hubieran perdido tantas sin ti… Las cogiste al vuelo, una a una, y las pusiste a salvo en tu corazón. Me pregunto si todavía siguen allí.
Te quería. Te quie… Bueno, lo importante es que entonces te quería. Lo supe la primera vez que me sentí libre pensando en ti. Y eso que si alguien me hubiera preguntado antes de conocerte si yo me consideraba una mujer libre, le hubiera dicho que sí. Casada, con una hija, pero libre, sí. Libre para decidir, para hacer y deshacer, libre para… ¿Libre? Resulta que la libertad la encontré en mi hogar, que resultó no ser mi casa, en mi ciudad. Mi hogar estaba a cientos de quilómetros de mi posición. Mi hogar era yo, contigo.
Y fue así como ignoré a la culpa, como esquivé al dolor y como me arrojé sin remordimientos a una dimensión paralela en la que todo era fácil. Todo estaba bien. Mi amor desalojó de una patada a la razón y en su sitio escribió un “Carpe Diem” más grande que cualquier “pero”. Aprovechamos cada rayo de sol y de luna, cada momento lejos de todo. Fuimos auténticos y fuimos fuego. Eddie Vedder nos cantó al oído y nos acompasó el tiempo con su guitarra. Y con su banda sonora, fuimos un alma y, a veces, dos cuerpos.
Pero las estaciones volaron y ya no pudimos seguir deteniendo el tiempo. Ya no volvimos a ser los mismos. Mi otra casa, la que tenía paredes y felpudo, me esperaba. Lo nuestro, que nunca tuvo ni muros, ni tejado, ni suelo, siguió existiendo y, contra todo pronóstico, se hizo todavía más sólido e intangible. Volvió tu mantra de los buenos días, de las buenas noches, de los felices cumpleaños. Era hipnótico y me rescataba de todo y de todos.
Por aquel entonces yo ya imaginaba mi amor como una planta descontrolada que había devorado su propio tiesto, y sin tiesto, mis raíces eran libres para echar a andar. Lo hice. Te seguí y no me equivoqué, aunque tus dos pasos atrás me secaran un trozo de corazón. El resto seguía intacto, por eso fue fácil, hasta natural, seguir reencontrándonos en cada bucle, en cada espiral de nuestra retorcida historia.
Confieso que a veces creí que las curvas entre nosotros nunca acabarían, y confieso también que no era una idea feliz ni tampoco triste. Pero hasta lo retorcido tiene un final, y el nuestro es este instante. No el de aquella última noche, ni el de las mil preguntas que te hice sin que ninguna de tus respuestas me valiese, no el del abrazo eterno en la estación después de leer tu carta de «sí, pero no”.
El final soy yo, aquí, aprendiendo a no quererte. Haciendo de lo antinatural una rutina que me salve. Rescatando para mí todas las sonrisas que a veces todavía te buscan.
Autor: Tejetintas
Por suerte
Resulta imposible saber cómo vamos a morir, pero apuesto a que todos firmaríamos que, llegado el momento, lo último que viésemos fuera una mirada de amor. En eso, mi marido tuvo suerte, aunque sé que a muchas personas la palabra “suerte” les parecerá macabra cuando terminen de leer mi historia. Pero yo creo que sí, que tuvimos suerte.
Tuvimos suerte de encontrarnos primero un poco, como si fuera el tráiler de una película, y años después del todo, viviendo intensamente cada plano, cada escena de beso, todos los nudos y, finalmente, el desenlace. El primer golpe de eso que llaman buena fortuna fue toparme con su sinceridad. Bueno, en realidad no fue el primero, pero es el que más recuerdo ahora. Porque no quiero imaginar qué habría pasado si él me hubiese mentido, si no me hubiese dicho que estaba enfermo. Quizás me habría enfadado al descubrirlo yo, o a lo mejor antes de enfadarme, los secretos y los silencios nos habrían trabado el camino demasiado.
Pero no fue así, y qué suerte, insisto. Nuestro camino fue llano; si acaso algunas veces se me hacía cuesta abajo. Sí, cuesta abajo, porque dejar que me besara transportaba a mi estómago esa sensación de cuando era pequeña y saltaba al suelo desde algún lugar alto, o de cuando corría pendiente abajo hasta quedarme sin aliento. Ahora entiendo que el motivo de nuestra magia fue que aunque nuestras pieles no se habían rozado antes, nuestras almas eran viejas conocidas. Por eso quererle con todo lo bueno y lo nada malo no fue una simple elección arbitraria, fue lo que tenía que ser. Y fue maravilloso.
Tanto que un día, no sé cómo pero sí por qué, me encontré a mí misma hincando rodilla en nuestra playa. Que si quería casarse conmigo, le dije. Que claro que sí, me respondió él. ¡Menos mal! Menos mal que siempre fui una chica valiente y que el miedo a perderle siempre fue un mero figurante en nuestra perfecta película de amor, y vida, y sueños.
Y aun así sufrí, claro que sufrí. Sufrí cuando todo empezó a ir mal, cuando decidí aislarme y no pedir ayuda, cuando decidí echármelo todo a la espalda y confundir la valentía con la crueldad. Ahora sé que fui un poco cruel conmigo misma, pero me he perdonado de corazón como sé que a él le encantaría saber que le he perdonado.
Lo he hecho, no sé cómo pero lo hice nada más descifrar el adiós en esa última mirada suya. Yo creo que decidió irse porque la enfermedad le trastornó el amor y prefirió no verme sufrir e ignorar el hecho que no verle a él verme, me haría sufrir mucho más. De amor, precisamente, fue de lo último de lo que me habló antes de que sus manos se escurrieran entre mis dedos y su cuerpo y el telón cayeran hasta el suelo.
Yo sé que si nuestra historia de amor hubiera sido una película y el fundido a negro hubiese llegado después de esa fatídica escena, la gente en el cine hubiera llorado. Todos se habrían ido a sus casas con eso que se llama “un mal sabor de boca”. Pero también sé que si la película hubiera durado tan sólo un poco más, la habrían entendido de verdad, como yo.
Habrían visto a una mujer diciéndole te quiero al aire, viendo volar el alma invisible que más amó en su vida, y mirando con ganas al futuro. Habrían visto que esa mujer no era una viuda, era sólo una mujer con una cicatriz más pronunciada que el resto. Habrían visto la aclaración del final, esa en la que el texto pasaría lento explicando que, después de todo, ella fue inmensamente feliz mientras estuvo con él y que eso valía inmensamente la pena. Que él también lo fue con ella y que muchos años después, seguiría su estela para (re)encontrarlo en alguna otra parte del mundo y de la historia.
Y justo después, un instante antes de que se encendieran las luces del cine y las limpiadoras entraran a barrer las palomitas, hubiera aparecido un plano corto, muy corto de sus labios, mis labios, diciendo que fue una suerte que no se me quedara en el tintero ni un solo abrazo por darle.
Para siempre feliz
Es sorprendente e incluso inquietante cómo la primera vez que te vi eras sólo alguien y cómo ahora lo eres todo. Y créeme, no es nada fácil dejarlo todo atrás. Créeme cuando te digo que ni siquiera sé cómo voy a hacerlo. Supongo que ese día, el día en que leas esto, me limitaré a hacer lo que llevo haciendo los últimos siete años. Pondré un pie detrás de otro y esperaré que, esta vez sí, el camino me llevé lejos de ti en todos los sentidos. Lejos de mi reflejo en tus ojos color miel. Lejos del temblor que me sacude cada vez que me tocas. Lejos de saberte compartido, a pesar de que en todo este tiempo siempre me hayas hecho sentir única.
Cuando llegue el día de cerrar por fin nuestra puerta, tranquilo, que no haré ruido. Tuve el mejor maestro durante aquellas largas noches que empezaban siendo de dos y terminaban siendo de una sola, ¿recuerdas? Me iré sin ruido, sin dramas, sin despedidas. Me iré sin obligarte a decir «quédate». Y sí, sé que moriré una última vez la última vez que fabriquemos amor en nuestra cama. Y no, sé que esta vez no podré confiar en volver a verte para resucitar. No te diré adiós y no te quedará mi amor porque, lo sé, él querrá venirse conmigo. Pero, ¿sabes que es lo mejor? Que ya no tendrás que ser más el cobarde ni el indeciso. Tú no tendrás que ser más el malo ni yo la otra. No volveremos a vestirnos con esos pesados trajes que hacíamos desaparecer con sólo mirarnos.
Ahora la cobarde soy yo. No me arriesgo a que me dejes marchar, así que me marcharé sin avisar. Por favor, no me guardes rencor, tú tampoco me advertiste de que me ibas a robar el corazón como lo hiciste, salvaje y premeditadamente. No tuve defensa y lo sabes. Ahora, espero que comprendas que, después de todo, ya no puedo permitirme seguir quemándome en la hoguera cada vez que cruza mi mente la sombra de la duda e imagino que no es cierto que mi piel sea la única que erizas con tus besos.
No te dejo mi amor pero te dejo nuestro sueño, las sábanas deshechas y la huella de mis dedos en tu carne. Te dejo toda mi lencería blanca, pero me llevo tu camisa, la que menos usabas, la que a veces no te dabas cuenta de que faltaba de tu cajón. Te juro que no era cosa mía llevármela, siempre era tu olor el que quería venirse conmigo. A él le debes que siguiera siendo tuya cada vez que los fantasmas acechaban y me susurraban miedo al oído. Miedo a perderte, miedo a perderme. A no comprenderme, a no perdonarme.
Y es así, mientras sobrevuele las nubes de nuestra ciudad y tú estés durmiendo sólo o con ella -ya dará igual-, sé que pensaré en ti cantando en el coche. En ti sumergiéndome en puro amor. En ti elevándome a un cielo que no sé si volveré a alcanzar. En ti y en que yo lo hubiera dado todo porque todos tus pijamas estuviesen en mi cajón. En ti y en que me estaré yendo porque si hubiera decidido quedarme, hubiese sido para siempre.
Pero, una vez más, tranquilo, para entonces ese «para siempre» ya no será nuestro, sólo mío. Y pelearé por él, sé que lo haré. Pelearé por ser, aun sin ti, para siempre feliz.
Fan de ti
Dicen que al final el amor siempre acaba por encontrarte. Que siempre hay un roto para un descosido y esas cosas. A mí el amor (o sucedáneo) me encontraba, sí, pero luego me perdía y se hacía el sueco. Durante mucho tiempo me sentí como una carretera de paso, o como una de esas estaciones por las que los trenes no paran y pasan tan rápido que ni los ves. Y si te digo la verdad, tampoco es que me importara mucho, al menos no como me hubiese importado que tú pasaras de largo sin verme.
Pero me viste. Me viste y me miraste. Y la primera lección que me enseñaron tus ojos fue esa tan básica de «nunca digas nunca». Fíjate que yo por aquel entonces todavía no me la había aprendido. Tú me viste, pero yo te vi antes. Y aun así fui yo la que llegué a sopesar la posibilidad de fingir que nunca lo hice. De hacerme la sueca, ya sabes. Estuve a punto de soltar tu cuerda y atarme la soga del miedo al cuello.
Menos mal que no lo hice. Menos mal que no me dejaste. Cada uno de tus gestos, todo lo que decías (y lo que no decías) parecían gritarme «Ah, no, pequeña, tú de aquí no te vas porque yo de aquí no me muevo». ¿Recuerdas ese día? ¿Ese tan triste en el que se te rompió un trocito de corazón? No sabes el orgullo que sentí cuando decidiste ponerlo en mis manos aquella tarde. No sabes cómo deseé soplarle todo mi amor, insuflarle la ráfaga de vida que se te había ido. No sabes que en ese momento empecé a ser tu fan número uno.
Todavía lo soy. Soy fan de tu sonrisa, de nuestros besos de todos los sabores, soy fan de tu vida, de la mía y, sobre todo, de la nuestra. Soy fan de tu mano en mi mano y de la impagable sensación de que me dé igual todo mientras sea contigo. Soy fan de cómo me tratas, de esa manera que tienes de dármelo todo en un pestañeo. ¿Cómo narices lo haces? ¿Cómo consigues que me sienta extra terrenal si sólo soy un montón de carne y huesos? ¿Cómo me abrazas sin brazos y me besas sin labios? ¿Cómo y cuándo me convertiste en el ser más cursi de todo el planeta?
Por cierto, gracias por eso y por tantas otras hazañas. ¿Te he dicho gracias alguna vez? Qué corto se me queda, pero gracias. Por ser mi Valentín, mi refugio secreto, el otro uno que hace que seamos dos. Por hacerme entender que la felicidad sólo es real cuando se comparte y por compartir la tuya conmigo.
Gracias por quedarte (para siempre) en mi estación.