Culpable de su felicidad

f044da3cb0ffca959d5d1b25a9d3778aAdolescencia efervescente. 15 años de ilusión acumulada por ser mayor, por probar el amor, por besar como en las películas. Ahí estaba ella, con sus mejores vaqueros y maquillada como un lienzo. Valiente y asustada al mismo tiempo, lista para el siguiente paso en su vida. Bachiller. Un lugar diferente. Personas nuevas. Un mundo de posibilidades desconocidas que pronto pasaron a no tener importancia, porque pronto, muy pronto, toda la importancia se concentró en un chico de pelo rubio y tipo desgarbado que en apariencia no tenía nada, pero bajo su misteriosa mirada parecía esconder algo muy valioso.

Rosa estaba preparada para entregarse al amor sin ninguna reserva, sin hacerse preguntas, exactamente como debería ser durante todas las etapas de la vida. Su corazón casi por estrenar latía cada vez más rápido al verle por los pasillos de aquel instituto que parecía más bonito sólo por contenerle a él. Estaba claro, Mario le gustaba, y como si esa atracción que sentía fuese una farola en plena noche y él una polilla desorientada, pronto se hicieron inseparables, sin poder parar de hablar y de conocerse a golpe de tecla y de miradas furtivas que se alargaban cada vez más, y más, y más…

Aquel día tocaba informática y él le había pedido que se sentaran juntos. Iluminados por una pantalla de ordenador prehistórica, batieron el récord de minutos sosteniéndose las pupilas y las almas. Era como si pretendieran darse algo, o dárselo todo, y todavía no supieran cómo.

Más tarde, a Rosa se le ocurrió una buena manera de hacerlo. En realidad fue idea de Mario, y ella no pudo ni quiso negarse. Había un concurso de poesía. “Se te da genial escribir. ¿Por qué no te presentas?” Lo hizo. Ganó. Ganó ella, pero también ganó él. Ganó la fuerza que creaban al no tocarse aun muriéndose por hacerlo. Esa fuerza inspiró sus versos, los primeros de muchos. La misma fuerza que explotó cuando, por primera vez, se abrazaron para celebrar su triunfo. “Y todo gracias a ti”, pensaba ella embelesada al observarlo, unas veces furtivamente, y otras con el mayor descaro del mundo.

Fue aquel día, sentados en el césped del parque, rodeados de gente pero a solas en cuerpo y alma, cuando Mario lo tuvo claro. “Esta sensación extraña, que se adueña de mi cara, juega con esta sonrisa dibujándola a sus anchas”. La música habló, pero él no dijo nada, y Rosa, por supuesto tampoco. Era un primer amor, y ya se sabe que los primeros amores son maravillosamente lentos, se viven a trompicones y se disfrutan a fuego lento.

Siguieron las miradas tan intensas que casi se podían coger con las manos. Se aventuraron las primeras manos rozándose bajo los pupitres. Y así, descubriendo el amor que Rosa tanto había ansiado, llegó el verano y las despedidas. De repente, la lentitud le parecía absurda. Quería correr con el tiempo y no parar hasta septiembre. Pero el tiempo, como siempre sucede, tenía otros planes. Pasó al ritmo adecuado para que él se fijara en otra persona. Otra chica que, y de eso Rosa estaba segura, no podía quererle como ella. Sus miradas serían de mentira, o al menos no tan de verdad como las suyas.

Cuando por fin acabó agosto y comenzó el nuevo curso, estaba tan nerviosa que apenas podía respirar. El esperado encuentro, que había recreado en su cabeza infinitas veces, se produjo en un bar en el que el dueño había decidido colgar un espejo en una de las paredes. Y a su reflejo, que le devolvió la imagen de Mario mirándola con el mismo amor de antes desde otra de las mesas del local, le debieron los dos lo que sucedió a continuación. “¿Eres feliz?”. La respuesta era evidente. El reto era intentar cambiarla. Tocaba enseñar las cartas, y Rosa fue la primera valiente en hacerlo.

“Estoy completa e irremediablemente enamorada de ti”, le dijo aquel día en el pasillo mientras le devolvía un boli. Le resultó curioso el miedo que le había dado confesar sus sentimientos hasta ese momento, y lo libre y feliz que se sintió al escupirlo con tanto amor como le cabía en la garganta. Más felicidad aún sintió cuando él le respondió: “Y yo de ti”. Sólo les faltó un beso, su primer beso, que esperaba encallado desde hacía demasiado. Aquel día tan sólo sobrevoló sus labios separados. Tuvo que esperar todavía un poco más.

Era una hora libre, hablaban de todo menos de lo importante, y en ese preciso instante, Rosa no pudo retener su beso más. Lo acorraló contra la pared y le dio la vida con la boca. Se cogieron las caras, sujetándose para no perderse, bebiéndose mutuamente el aire. Celebraron su amor a la tenue luz de octubre.

Lo que siguió fue tan bonito que no parecía real. Encuentros ansiados como el oxígeno entre clase y clase. Besos furtivos. Promesas, muchas promesas. Promesas que no pudieron cumplir, que se quedaron huérfanas al tiempo de nacer. Probablemente el problema no fue el amor, sino todo lo que no era amor.

Sus caminos se separaron mucho más fácilmente de lo que se unieron. Rosa supo que era culpa suya, y Mario, en alguna parte, también sintió que el culpable era él. Pero la culpa no fue de nadie, y eso ella tuvo que aprenderlo estando sola, recibiendo sus felicitaciones navideñas y de cumpleaños mientras las estaciones se sucedían y los octubres sangraban. Echando de menos echarle de más. Recordando, con el amor del primer beso intacto en su pecho, que por un tiempo, de lo único de lo que ella fue culpable fue de su felicidad.