Polos Fundidos

7fc207a2f443d13cae5a6ba69ab7b4f4

Dicen por ahí que, en el amor, cuanto más diferentes son dos personas, más cerca quieren estar. Que la cosa funcione ya es más complicado. Por eso todavía no me creo que siendo tan distintos nos mantengamos tan sólidos y mágicos. Y es que cuando nuestros polos opuestos decidieron buscarse, encontrarse y atraerse… acabaron irremediablemente fundidos.

Yo de Venus y tú de Marte, como se suele decir. Tú a veces volcán y con suerte playa. Yo tu mar en calma y a veces tu lava. Y aun así resulta fácil encajar contigo, meterme en tu mente y saber que lo único que necesita tu mirada triste es un abrazo. Algunos dicen que tenemos suerte, pero a mí todo lo nuestro de verdad que no me parece cuestión de azar.

El azar podría haber hecho que nos enamoráramos con 13 años, cuando todavía teníamos todo por hacer y éramos solo dos niños que no habían dejado de jugar, aunque fuera jugar a vivir. Entonces, quizás, la casualidad hubiera hecho que rompiéramos con 15 para volvernos a encontrar con 17. Quizás tú me hubieras dejado por alguna de mis amigas (todas estábamos locas por ti) o yo hubiese salido corriendo al escuchar tus primeras notas discordantes.

Pero la suerte no tenía nada que hacer en nuestra historia. El destino se le adelantó cuando, a saber cuándo, planeó cruzarnos en el momento exacto, en el lugar idóneo. Claro que eso también podría haber sido casualidad. ¿Casualmente me buscaste un día cualquiera o ese día ya estaba marcado en rojo en algún calendario invisible y no inventado? Quién sabe… y quién necesita saber.

A mí me basta con que pasara, con que aquel día fuera el día, y no el de antes ni el de después. Porque esa noche tardé en contestar, pero cuando lo hice todavía estabas en línea. Porque esa madrugada se nos hizo día y, en lo sucesivo, las semanas volaron, las conversaciones se estiraron y tu “¿Qué tal la tarde, rubia?” quedó patentado como saludo oficial.

Porque no dejo de pensar que si hubieras decidido hablarme con el corazón aún herido por cualquier otra flecha, a lo mejor no hubieras sido tan auténtico y a lo mejor yo no me hubiera asustado de que fuéramos tan diferentes. Y entonces no me hubiera tentado ningún “¿y si?”, y no me hubiera arriesgado a darnos una oportunidad porque la ausencia de riesgo hubiera sido demasiado aburrida.

Pero, por suerte (o por destino), ese susto, esas dudas y ese miedo a no ser uno, me empujaron a mirarme con ojos nuevos en tu mirada marrón y a entender que, a pesar de nuestras mil diferencias, había algo común entre los dos, algo poderoso y que crecía a cada instante: el sentimiento de haber encontrado a alguien por el que abandonar todas las excusas que tan acertadamente cerraron otras puertas antes.

Ahora que comprendo eso y te comprendo a ti, y que los días pasan cada vez más lentos cuando no estás, me siento más llena que nunca. Repleta, sobre todo, cuando recuerdo ese primer beso, tardío pero más verdadero imposible. Lleno de mariposas y asesino de todas mis ideas platónicas.

Y es que si yo me embravezco, tú me navegas. Y es que cuando tú escupes fuego, yo te apago con una mansa ola de besos. Así que, por favor, vamos a seguir pasando de la suerte, confiando en caminos y uniendo vidas. Respirando lentamente la mejor sensación del mundo: esa de cuando dos polos se funden en el mismo trozo de algo.

Fan de ti

fan-de-tiDicen que al final el amor siempre acaba por encontrarte. Que siempre hay un roto para un descosido y esas cosas. A mí el amor (o sucedáneo) me encontraba, sí, pero luego me perdía y se hacía el sueco. Durante mucho tiempo me sentí como una carretera de paso, o como una de esas estaciones por las que los trenes no paran y pasan tan rápido que ni los ves. Y si te digo la verdad, tampoco es que me importara mucho, al menos no como me hubiese importado que tú pasaras de largo sin verme.

Pero me viste. Me viste y me miraste. Y la primera lección que me enseñaron tus ojos fue esa tan básica de «nunca digas nunca». Fíjate que yo por aquel entonces todavía no me la había aprendido. Tú me viste, pero yo te vi antes. Y aun así fui yo la que llegué a sopesar la posibilidad de fingir que nunca lo hice. De hacerme la sueca, ya sabes. Estuve a punto de soltar tu cuerda y atarme la soga del miedo al cuello.

Menos mal que no lo hice. Menos mal que no me dejaste. Cada uno de tus gestos, todo lo que decías (y lo que no decías) parecían gritarme «Ah, no, pequeña, tú de aquí no te vas porque yo de aquí no me muevo». ¿Recuerdas ese día? ¿Ese tan triste en el que se te rompió un trocito de corazón? No sabes el orgullo que sentí cuando decidiste ponerlo en mis manos aquella tarde. No sabes cómo deseé soplarle todo mi amor, insuflarle la ráfaga de vida que se te había ido. No sabes que en ese momento empecé a ser tu fan número uno.

Todavía lo soy. Soy fan de tu sonrisa, de nuestros besos de todos los sabores, soy fan de tu vida, de la mía y, sobre todo, de la nuestra. Soy fan de tu mano en mi mano y de la impagable sensación de que me dé igual todo mientras sea contigo. Soy fan de cómo me tratas, de esa manera que tienes de dármelo todo en un pestañeo. ¿Cómo narices lo haces? ¿Cómo consigues que me sienta extra terrenal si sólo soy un montón de carne y huesos? ¿Cómo me abrazas sin brazos y me besas sin labios? ¿Cómo y cuándo me convertiste en el ser más cursi de todo el planeta?

Por cierto, gracias por eso y por tantas otras hazañas. ¿Te he dicho gracias alguna vez? Qué corto se me queda, pero gracias. Por ser mi Valentín, mi refugio secreto, el otro uno que hace que seamos dos. Por hacerme entender que la felicidad sólo es real cuando se comparte y por compartir la tuya conmigo.

Gracias por quedarte (para siempre) en mi estación.