Es sorprendente e incluso inquietante cómo la primera vez que te vi eras sólo alguien y cómo ahora lo eres todo. Y créeme, no es nada fácil dejarlo todo atrás. Créeme cuando te digo que ni siquiera sé cómo voy a hacerlo. Supongo que ese día, el día en que leas esto, me limitaré a hacer lo que llevo haciendo los últimos siete años. Pondré un pie detrás de otro y esperaré que, esta vez sí, el camino me llevé lejos de ti en todos los sentidos. Lejos de mi reflejo en tus ojos color miel. Lejos del temblor que me sacude cada vez que me tocas. Lejos de saberte compartido, a pesar de que en todo este tiempo siempre me hayas hecho sentir única.
Cuando llegue el día de cerrar por fin nuestra puerta, tranquilo, que no haré ruido. Tuve el mejor maestro durante aquellas largas noches que empezaban siendo de dos y terminaban siendo de una sola, ¿recuerdas? Me iré sin ruido, sin dramas, sin despedidas. Me iré sin obligarte a decir «quédate». Y sí, sé que moriré una última vez la última vez que fabriquemos amor en nuestra cama. Y no, sé que esta vez no podré confiar en volver a verte para resucitar. No te diré adiós y no te quedará mi amor porque, lo sé, él querrá venirse conmigo. Pero, ¿sabes que es lo mejor? Que ya no tendrás que ser más el cobarde ni el indeciso. Tú no tendrás que ser más el malo ni yo la otra. No volveremos a vestirnos con esos pesados trajes que hacíamos desaparecer con sólo mirarnos.
Ahora la cobarde soy yo. No me arriesgo a que me dejes marchar, así que me marcharé sin avisar. Por favor, no me guardes rencor, tú tampoco me advertiste de que me ibas a robar el corazón como lo hiciste, salvaje y premeditadamente. No tuve defensa y lo sabes. Ahora, espero que comprendas que, después de todo, ya no puedo permitirme seguir quemándome en la hoguera cada vez que cruza mi mente la sombra de la duda e imagino que no es cierto que mi piel sea la única que erizas con tus besos.
No te dejo mi amor pero te dejo nuestro sueño, las sábanas deshechas y la huella de mis dedos en tu carne. Te dejo toda mi lencería blanca, pero me llevo tu camisa, la que menos usabas, la que a veces no te dabas cuenta de que faltaba de tu cajón. Te juro que no era cosa mía llevármela, siempre era tu olor el que quería venirse conmigo. A él le debes que siguiera siendo tuya cada vez que los fantasmas acechaban y me susurraban miedo al oído. Miedo a perderte, miedo a perderme. A no comprenderme, a no perdonarme.
Y es así, mientras sobrevuele las nubes de nuestra ciudad y tú estés durmiendo sólo o con ella -ya dará igual-, sé que pensaré en ti cantando en el coche. En ti sumergiéndome en puro amor. En ti elevándome a un cielo que no sé si volveré a alcanzar. En ti y en que yo lo hubiera dado todo porque todos tus pijamas estuviesen en mi cajón. En ti y en que me estaré yendo porque si hubiera decidido quedarme, hubiese sido para siempre.
Pero, una vez más, tranquilo, para entonces ese «para siempre» ya no será nuestro, sólo mío. Y pelearé por él, sé que lo haré. Pelearé por ser, aun sin ti, para siempre feliz.