El gato con bigote

Desde que se levantó supo que aquel iba a ser un día raro. El despertador había sonado a la misma hora de siempre, el piso estaba silencioso y recogido y afuera se escuchaba el rumor habitual de todas las mañanas. Y sin embargo, el ambiente estaba revestido de un extraño halo de irrealidad, así que mientras le hincaba el diente a la tostada tuvo que asegurarse un par de veces de que no estaba soñando.

Pisó la calle todavía adormilada y se dijo a sí misma que no debía de haber descansado bien. Doblaba la primera esquina cuando avistó el primer signo de que aquella era, sin duda, una jornada inusual. Un globo rojo flotaba en medio de un paso de cebra. «Se le habrá escapado a algún niño», pensó. No hubiera sido nada del otro mundo de no ser porque detrás de ese globo vino otro, y luego otro y finalmente otro más. Aunque cada uno estaba a bastante distancia del anterior, no cabía duda de que pretendían marcar un camino.

El último de los globos no era como los demás: era de color dorado y  su ubicación, que detectó de reojo cuando estaba a punto de subir al autobús, la alejaba de su trayectoria habitual. Mientras pensaba en seguir o no el camino de globos (y en que estaba completamente loca por pensarlo) perdió su autobús, así que decidió acercarse a mirar para hacer tiempo a que pasara el siguiente. Quizá fuese algún juego romántico que le había preparado alguien a otro alguien, o una cámara oculta de la tele, o una performance urbana de algún artista moderno.

El globo dorado estaba al lado de un buzón de Correos, bamboleándose sutilmente cada vez que un coche pasaba cerca. Extrañamente nerviosa, se agachó a cogerlo, pero antes de que pudiera hacerlo escuchó un sonido lastimero a sus espaldas. Como una niña descubierta a punto de probar un pastel, el corazón empezó a rebotarle en el pecho totalmente descontrolado, pero cuando se giró y vio a un indefenso gato blanco y negro mirándola fijamente, sus latidos volvieron lentamente a la normalidad.

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«¡Hola pequeño!», le dijo arrodillándose frente a él. Le gustaban los gatos. Eran misteriosos, tranquilos, independientes y no mendigaban amor, todas las cosas que más valoraba en las personas. ¿Cómo no iban a gustarle? Aquel, además, parecía un gato especial. Después de acariciarlo un rato mientras ronroneaba y se restregaba por sus piernas, se percató de las peculiares manchas que tenía a cada lado del hocico. Parecía un bigote. Un bigote humano de esos que estampaban camisetas e inspiraban bisutería últimamente.

El gato hipster maulló una vez más y continuó su camino que, al parecer, debía de ser también el de ella porque, al ver que no la seguía, se volvió y la llamó con su lastimera voz. «Esto es de locos», pensó al echar a andar detrás del felino, dejando a sus espaldas toda cordura. Cuando llevaba andando diez minutos detrás de su amigo animal, pensó que ya habría perdido por lo menos tres autobuses y que ya no había manera alguna de llegar a tiempo a trabajar.

De repente, el gato paró en seco, sacándola de sus cavilaciones. No sabía muy bien que es lo que había estado esperando, pero desde luego no había nada en esa calle que tuviera algún sentido para ella. Decididamente, necesitaba un psicólogo. Llegar tarde a trabajar por seguir a un gato con bigote no era algo propio de una persona cuerda y equilibrada.

«Un momento. Un momento, un momento, un momento». Otra vez el corazón empezó a saltar entre sus costillas. Al otro lado de la calle, detrás del cristal de aquella cafetería. Él. No podía ser él. «No puedes ser tú». Se acercó como hipnotizada, olvidándose del gato, del trabajo y del semáforo en ámbar, y se quedó plantada enfrente de la tienda, obviando la posibilidad de que él se girara de repente y la viera allí de pie con cara de idiota. No descartaba que el gato con bigote hubiera entrado a chivarse y a invitarle a mirar por la ventana. «Ese maldito gato». De repente, le caía mal. ¿Por qué la había traído hasta allí? ¿Por qué la vida, el destino o lo que narices fuera se emperraba en juntarlos?

«¿Por qué me persigues?», le dijo en silencio observándole remover su café con la vista perdida aunque, en realidad, esta vez era ella la que lo había perseguido.

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Un nuevo «miau» la sacó de su trance. Ahí estaba otra vez el molesto felino. De repente, un ruido a sus espaldas la obligó a girarse. Un enorme camión de ocho ruedas acababa de aplastar un globo en la carretera. Un globo blanco. Volvió a mirar hacia delante y el gato ya no estaba.

«¿Y ahora qué?». ¿Entraba a saludar distraídamente? ¿Se arriesgaba a que estando con él saliera del baño alguna rubia escultural que le besara en los morros delante de ella? Le había costado mucho reconstruir lo que él había arrasado. No era justo. Aquello no era justo. No era justo sentirse culpable por pensar en irse por dónde había venido, coger el primer autobús que pasara y olvidarse de globos, gatos y sobre todo de él.

Y entonces, en el preciso instante en el que aquel chico que lo fue todo y ahora sólo era una parte vieja, apuraba el café y pedía la cuenta, se percató de que la culpa que sentía no tenía nada que ver con él. Que la culpa de una persona no tenía que ver con nadie más que con esa persona. Que abandonar lo que ya no le servía no era una traición, especialmente cuando era lo que ya no le servía lo que la había abandonado a ella. Pensó en lo absurdo que era sentir que pasar página era peligroso, cuando lo más peligroso del mundo para ella había sido quedarse quieta demasiado tiempo.

Un nuevo sonido la alertó. Esta vez no era un maullido, eran varios. Agudos, chirriantes y fieros. Parecía una pelea de gatos. Echó a correr intentando identificar de dónde venían las voces felinas. Llegó a un parque cubierto de sol y se preguntó si ya era mediodía. Allí estaba su amigo, sólo y aparentemente tranquilo. «¿La había engañado para que fuera hasta allí? ¿Existían los gatos ventrílocuos?». Estaba rematadamente loca, pero le daba igual.

Se sentó en un banco y el animal se subió a su falda sin pensarlo. El gato con bigote la había salvado: no de su pasado, sino de ella misma. Sin él, se hubiera montado en el autobús de las 7.32 como todos los días, hubiera bebido café de máquina a las 8.05 como todos los días y habría seguido con su vida transportando el enorme peso de una puerta (voluntariamente) mal cerrada, como todos los días.

Ahora, mientras la escuchaba cerrarse en su cabeza, sólo le quedaba pensar dónde ibar a poner la nueva cama de Hipster.

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